jueves, 15 de septiembre de 2016

Estados Unidos 2001 – Yemen 2016




El blog de Alberto Piris en Republica.com



Hace ahora quince años, el terrorismo de Al Qaeda se desencadenó contra EE.UU. mediante un fulminante ataque aéreo, utilizando como proyectiles tripulados (al modo kamikaze) unos aviones comerciales previamente secuestrados. El plan se ejecutó con insospechada precisión en tres de los cuatro objetivos buscados: las dos torres “gemelas” en Nueva York (símbolo del poder financiero de EE.UU.) y el Pentágono en Washington (símbolo del poder militar).

Fracasó la operación planeada contra el símbolo del poder político, porque el avión-proyectil presumiblemente destinado al Capitolio o a la Casa Blanca -no se sabe cuál era su objetivo- sufrió unas graves perturbaciones en el sistema de puntería bajo la forma de una rebelión de los pasajeros, que se enfrentaron con valor a los terroristas suicidas y, como resultado de su intervención, el avión se estrelló sin alcanzar el objetivo.

Hoy, al cabo de quince años, prosigue el conflicto que desencadenó Osama Bin Laden y que el presidente Bush convirtió inmediatamente en una “guerra contra el terror”, en la que EE.UU. se implicó a fondo pocos días después, haciendo llover sobre Afganistán fuego y metralla con aplastante intensidad.

Quince años dura, pues, la guerra contra el terror, con el recurso por ambas partes a variadas armas aéreas y terrestres: desde los drones de Obama hasta los explosivos adosados al cuerpo de un suicida que se hace volar en el centro de cualquier mercado a la hora de máxima concurrencia, con la convicción de que irá directo al paraíso. ¿Matando soldados occidentales? ¡No siempre! Mejor dicho: casi nunca. El terror se siembra por doquier, y también causa víctimas entre los musulmanes que no se pliegan a sus exigencias.

Esta guerra se ha ido extendiendo por Oriente Medio y África a medida que EE.UU. y sus diversos aliados han invadido y atacado nuevos países; sus ramificaciones en forma de atentados terroristas aislados, aunque difusamente coordinados, han afectado ya a varios países europeos, africanos y asiáticos.

En un vano esfuerzo por hacer frente a un terrorismo de imprecisa extensión y fluida estructura, las bombas, misiles y drones extienden la muerte y la destrucción por los países musulmanes, como viene ocurriendo reiteradamente en Afganistán, Irak, Pakistán, Siria, Somalia y Yemen. Con ello se acelera la fermentación de los sentimientos de odio y venganza en muchos pueblos y se refuerza el reclutamiento de las variadas organizaciones islamistas que ganan nuevos afiliados, hasta en los países occidentales.

Una de las mayores insensateces que ha pronunciado Donald Trump se escuchó hace pocos días: “Si soy elegido presidente, llamaré a mis generales y les diré que me presenten un plan para acaba con el Estado Islámico en 30 días”. Es cierto que se puede acabar mediante la fuerza bruta militar con el dominio territorial de ISIS en ciertos territorios, como en Siria o Irak, aunque probablemente no en 30 días ni sin peligrosas consecuencias negativas.

Pero solo con la guerra no se puede destruir a Al Qaeda, porque no ocupa territorios ni se dedica a defender ciudades o fronteras ni a proveerse de recursos: le basta con invadir y permanecer anclada en las mentes de sus seguidores. Un líder sustituirá a otro a medida que vayan cayendo, pero el motivo esencial del terrorismo seguirá activo y reforzado a medida que el poder militar de Occidente continúe arrasando países musulmanes. A los generales que convoque Trump nadie les ha enseñado en las academias militares qué hacer al respecto: solo saben -y no siempre- ganar guerras.

Peores son aún las perspectivas cuando la guerra contra el terror se desvía por tortuosos caminos, como ahora sucede en Yemen. En este país EE.UU. viene haciendo la vista gorda sobre la responsabilidad que le incumbe por los crímenes de guerra que Arabia Saudí perpetra desde hace más de año y medio, con el apoyo de Washington en armas, datos de inteligencia y respaldo diplomático.

Al contrario de lo que sucede en Siria, donde varias potencias han tenido que esforzarse en alcanzar acuerdos para resolver el conflicto, EE.UU. se bastaría por sí solo para detener la catástrofe humanitaria que se abate sobre Yemen, sin más que cortar el flujo de ayuda que presta al teocrático régimen saudí y denunciar la brutalidad de sus ejércitos.

Los suicidas del 11-S no podrían imaginar que, años después, como efecto retardado de su brutal acción contra el odiado imperio americano, morirían en Yemen los pacientes de un hospital de Médicos sin Fronteras o los niños de una escuela, musulmanes en su inmensa mayoría, bajo las bombas fabricadas en EE.UU. y lanzadas por aviones de combate suministrados por Washington a Riad, tripulados por pilotos saudíes, como algunos de los que lanzaron los aviones secuestrados contra Nueva York y Washington.

En verdad, la Historia insiste en mostrarnos lo tortuosos e impredecibles que son los caminos por los que avanzan las sociedades humanas, pero sus dirigentes siguen empeñados en creer que dominan todos los efectos de sus meditadas y sopesadas decisiones.

http://www.republica.com/el-viejo-canon/2016/09/15/estados-unidos-2001-yemen-2016/#

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